Acerca
de la especificidad del Acompañamiento Terapéutico[1].
«Todavía confuso era el estado de las cosas del mundo en la
Edad en que esta historia se desarrolla. No era raro toparse con nombres y
personas y formas e instituciones a las que no correspondía nada existente. Y
por otra parte el mundo pululaba de objetos y facultades y personas que no
tenían nombre ni distinción de lo demás» (Calvino, I.; El caballero
inexistente, 1959).
Sintiéndome en verdad muy honrado por la invitación que me hicieran
llegar oportunamente los colegas a cargo de esta primer publicación española
íntegramente dedicada al Acompañamiento Terapéutico, me propongo en este
breve escrito transmitir algunas elaboraciones sobre el tema que son la
decantación de más de 20 años de experiencia clínica, investigación, y docencia
transitados en esta especialidad. Tiempo que en su mayor parte he tenido el
gusto de compartir con mi querido amigo Federico Manson 1, compañero de ruta en
esta quijotesca aventura que —junto a otros colegas— decidimos llevar adelante
a partir de 1994, cuando celebramos en la ciudad de Buenos Aires el Primer
Congreso Nacional de Acompañamiento Terapéutico, cuyo propósito fue
propiciar el encuentro entre quienes, como nosotros, veníamos observando —y
también padeciendo— las dificultades que se presentaban a los acompañantes para
llevar a cabo su trabajo en condiciones dignas, debido por entonces a la
deficitaria articulación teórica, la falta de instancias académicas
jerarquizadas, y la inexistente inscripción formal de la especialidad en la
legislación relativa al sistema de salud mental. Tomamos así la posta de otros
colegas como Dorfman Lerner, Alicia Donghi —hacia finales de los 70´—, y luego
Silvia Resnizky y Susana Kuras de Mauer —a mediados de los 80´—, quienes a
través de sus publicaciones y la organización de las primeras actividades de
docencia, encuentros, y jornadas sobre el tema, habían comenzado a trazar los
primeros esbozos conceptuales de esta práctica. La cual, podemos afirmar —y a
pesar de todas esas dificultades—, ya por entonces había logrado consolidarse
como una herramienta clínica esencial para el abordaje de pacientes con
trastornos graves, a fuerza de pura eficacia…
Dedicaré el tramo inicial de este capítulo a la presentación de una
breve reseña histórica acerca del surgimiento del Acompañamiento Terapéutico
en Argentina, más allá de esta suerte de Mito Creacionista que
fuera propuesto por los discípulos de Eduardo Kalina, a quien se adjudica
acertadamente haberle asignado a esta actividad su primer nombre de Amigo
Calificado, para pasar poco después a sustituirlo por su denominación
actual. Según he podido indagar —y tal como lo señalara anteriormente 2—, en el
caso del Acompañamiento Terapéutico hay más de uno que se adjudica su
paternidad, urgiendo entonces la necesidad de establecer una crucial distinción
entre «quién lo creó» y «quien le puso el nombre». Como quiera
que haya sido, lo cierto es que los bebés no nacen de repollos, y tampoco éste
ha sido el fruto de una simple inspiración humana, ni divina, sino más bien el
producto de una búsqueda, de una época, de una cierta encrucijada histórica que
generó las condiciones necesarias para que algo nuevo tuviera lugar en el campo
de la Salud Mental. Compartiré con el lector una resumida síntesis de
nuestras investigaciones —por cierto cojas, y llenas de lagunas que hasta el
momento no fue posible llenar—, acerca de esos primeros tiempos exploratorios
que dieron lugar al surgimiento de esta especialidad.
Seguido de ello, consideré oportuno transmitir en esta primera
publicación española algunas precisiones conceptuales y técnicas, relativas a
la compleja especificidad que adquiere esta función no ya en el marco general del
sistema de salud o el ámbito comunitario, sino en la trama singular del
tratamiento de un
sujeto. Lo cual implica la asunción de cierta posición no sólo clínica, sino
esencialmente ética, que si bien no desarrollaré aquí de manera
exhaustiva, se translucirá para el lector avezado sin dificultades. Cierta
posición, digo, a sabiendas de que no es la única, y quizás tampoco la más
difundida, habida cuenta de la sorprendente heterogeneidad de lineamientos
teórico-clínicos que en las últimas décadas han incorporado a sus prácticas y
dispositivos la figura del acompañante terapéutico: la Psiquiatría Dinámica,
la Psicología Conductual, las Terapias Sistémicas, el Esquizoanálisis,
y desde el comienzo el Psicoanálisis, en su variada diversidad de
orientaciones.
1.
Del «Mito de Origen», a la situación actual del AT en el ámbito
internacional.
1.1.
Creacionismo vs. Darwinismo.
En una fecha indeterminada que podríamos situar entre
finales de los años 60´ y principios de los 70´ del pasado siglo XX, y en
circunstancias análogas al escenario descrito por Calvino en El caballero
inexistente, el Acompañamiento Terapéutico nace como una herramienta
clínica que se inscribe en una búsqueda —compartida por una buena parte de los
profesionales del campo de la Salud Mental— cuyo propósito no era otro
que intentar subvertir los lineamientos del modelo manicomial. Momentos de
intensa convulsión política y social tanto en Argentina como en distintos
países del mundo occidental, fueron el terreno propicio para la puesta en
marcha de toda una serie de experiencias clínicas y comunitarias que, a partir
del fuerte impulso de la Psiquiatría Dinámica, la Antipsiquiatría
y el Psicoanálisis, comenzaron a dar consistencia a la idea de que era
posible avanzar en el tratamiento de aquellos pacientes afectados de diversos
modos por padecimientos psíquicos severos, más allá del mero control social
en que derivaron, indeseadamente, los objetivos terapéuticos de la
internación hospitalaria. Este movimiento de apertura y transformación —que se
acentúa a partir de la segunda mitad del siglo pasado, cuando se suma el
importante desarrollo que comenzó a tener la Psicofarmacología— fue
generando las condiciones para la implementación de novedosos dispositivos
de atención ambulatorios, los cuales a su vez propiciaron el desarrollo de
nuevas y diversas disciplinas, como respuesta a las renovadas necesidades
clínicas que, a partir de ello, comenzaron a tener lugar. Entre esos
dispositivos, no podemos dejar de mencionar la creación del Hospital de Día,
que pasa a tener un lugar cada vez más importante al término de la 2ª Guerra
Mundial, y que es correlativo de una nueva significación de la locura y de
las revigorizadas expectativas sobre su tratamiento.
Cabe destacar,
asimismo, que el cambio de paradigma que vemos operar allí no se limitó
solamente al campo de las psicosis, sino que se hizo extensivo al abordaje de
otros usuarios que pasaron a poblar ciertas áreas clínicas que, paulatinamente,
se fueron delimitando en su especificidad, las cuales, asimismo, presentaban
con frecuencia similares desafíos, urgencias, y complicaciones en su abordaje.
Podemos mencionar, entre ellas, el acompañamiento perinatal, el
trabajo con niños y adolescentes con trastornos severos como el autismo,
el retraso mental y la psicosis infantil; los trastornos de la
alimentación, las adicciones, el alcoholismo y otras patologías
de consumo; el tratamiento de pacientes oncológicos, terminales,
de la tercera edad, y con trastornos neurológicos graves como epilepsias,
demencias, Alzheimer; a las que podríamos agregar unas cuantas
afecciones más. El Saber de la Psiquiatría deja de ser entonces la
herramienta exclusiva para el tratamiento de las enfermedades mentales,
pasando a compartir ese terreno con aquellos Otros Saberes que empezaban
a dar muestras de ofrecer aportes importantes —a veces decisivos— en el
desarrollo de las nuevas estrategias clínicas que esa misma búsqueda llevaba a
implementar.
Una de las
experiencias más originales y representativas de esos tiempos ha sido en
nuestro país la que se puso en marcha en 1956 bajo la conducción de Mauricio
Goldenberg en el Hospital de Lanús, con la apertura del primer Servicio
de Psicopatología que, inserto en un hospital general, contó con Sala de
Internación para pacientes de Psiquiatría. Entre sus rasgos más
sobresalientes, «…el Lanús tendía sus
brazos hacia la comunidad, avanzando hacia ella, con un alcance cuyas fronteras
sería difícil de precisar», pudiendo
enumerarse algunas de esas intervenciones que lo alejaban de la concepción
tradicional de un centro de prestaciones psiquiátricas hospitalarias,
haciéndose extensivas hacia el afuera: entre ellas, el equipo de
interconsultas dirigido por Valentín Barenblit, la legendaria patrulla
que, entre otras cosas promovía la interconsulta «a domicilio» con los
demás servicios del hospital; el trabajo de campo asistiendo casa por casa en
barrios marginales de la zona, promoviendo la capacitación de sus pobladores,
especialmente jefas de hogar, como Promotoras de Salud; y se podría
seguir con una innumerable serie de acciones e intervenciones ocurridas por
fuera del ámbito tradicional de un servicio hospitalario, que se fueron
reconstruyendo a partir del recuerdo de sus protagonistas, de la rememoración
«…de esa experiencia en cierto sentido apasionada y algo desordenada que se fue
creando sobre la marcha, sin que a nadie siquiera se le hubiese ocurrido
consignarla en acta o agenda alguna, ya que en ese momento no había conciencia
de que la experiencia Lanús debía documentarse porque en el futuro se la iba a
considerar un hito en la historia de la atención psiquiátrica» 3. No voy a explayarme aquí sobre los avatares de esa
experiencia 4, drásticamente interrumpida luego de casi 20 años, en
circunstancias que pronto habré de retomar. Pero no podemos dejar de evocarla,
en la medida que la aparición en escena del Acompañamiento Terapéutico
está inalienablemente atravesada por ese contexto: ligada a una praxis
que se proponía más como una investigación que como una ciencia
establecida —habida cuenta de que el destronado «Paradigma Pineliano» no
halló sin embargo un pronto y claro sucesor—, sería necesario un prolongado
período de maduración para que, más allá del multiatravesamiento de saberes que
le dio origen, pudieran comenzar a delimitarse con alguna precisión los
contornos de su figura, hasta llegar a distinguirse a tal punto de las demás
prácticas y disciplinas del sector como para requerir un nombre, su propio
nombre.
En efecto, como
fruto de esa misma exploración clínica, de esa búsqueda, comenzó a requerirse
la implementación de nuevas modalidades de intervención, que si bien fueron
sostenidas inicialmente —y por varios años— por los jóvenes profesionales que
de manera entusiasta se incorporaban a esas experiencias —psicólogos,
psiquiatras, enfermeros, psicólogos sociales, etc. —, al cabo de un tiempo
comenzaron a plantearse ciertas cuestiones de incumbencia, en la medida en que
algunas de esas intervenciones requeridas empezaron a poner en tensión la
identidad y límites de cada una de esas disciplinas. ¿A quién correspondía
acompañar a un paciente hasta su domicilio al término de las actividades del hospital
de día, cuando esto no era posible para su familia? ¿Quién debía permanecer
durante varias horas con esa mujer ingresada a la guardia del servicio de
psicopatología en medio de una crisis depresiva luego del fallido intento de
quitarse la vida, para sostener la apuesta a la palabra y evitar los abusos en
la administración de psicofármacos? ¿Cuál de los profesionales del equipo debía
acompañar a un paciente en su proceso de reinserción a sus actividades
recreativas, laborales o educativas, habiéndose logrado su estabilización luego
de cierto período de crisis? Como podemos inferir, comienza a tomar
consistencia una nueva figura cuya delimitación surge al comienzo apenas de
manera muy imprecisa, a partir de aquello que hacía límite a las otras especialidades
y disciplinas. Comienza así a esbozarse una figura que —podemos inferir— por
algún tiempo permaneció sin nombre. Esto permite entender la multiplicidad de
versiones que pueden escucharse sobre su creación y surgimiento, así como la
dificultad con que nos encontramos en el inicio de nuestra experiencia para
establecer un marco conceptual propio y distintivo. Durante décadas, de hecho,
el único material bibliográfico específico sobre el tema estuvo constituido por
apenas un puñado de artículos publicados en diversos medios porteños del ámbito
Psi, en los que el denominador común era poner de relieve los obstáculos
que se planteaban para los acompañantes en su tarea debido, entre otras cosas,
a la falta de un claro lineamiento teórico, y de algún marco regulatorio
de la actividad. Recién en 1985 se publicaría en Buenos Aires el primer libro
dedicado íntegramente al tema —cuyos lineamientos se debatían entre la Psiquiatría
Dinámica y el Psicoanálisis—, con una perspectiva sin embargo muy
restringida acerca del campo de acción y la potencialidad de este recurso 5.
1.2. El diluvio universal, y el Arca de Noé.
Conviene detenernos aquí para situar un infortunado
hecho histórico que tuvo sin embargo una incidencia muy importante respecto del
desarrollo del Acompañamiento Terapéutico en Argentina y su difusión
internacional. Nos referimos al golpe militar ocurrido en nuestro país a
comienzos de 1976, el tristemente célebre «Proceso de Reorganización
Nacional», cuyos efectos en el campo de la Salud Mental bien podrían
calificarse como catastróficos: se produce en ese momento el liso y llano
desmantelamiento de todas esas experiencias que veníamos describiendo, por
calificárselas de «subversivas», obligando a los profesionales que las
sostenían —entre ellos Mauricio Goldenberg y Valentín Barenblit— a un largo y
penoso destierro en países como Brasil, Perú, Venezuela, México, Francia y
España, entre otros. El Acompañamiento Terapéutico, sin embargo,
encontró su lugar de supervivencia en nuestro país en el ámbito de las clínicas
e instituciones psiquiátricas privadas, entrando de ese modo en una suerte de
período de hibernación que se prolongó mucho más allá de esos sombríos siete
años de la dictadura militar, desterrado —en su propia tierra— de las
experiencias comunitarias que le dieran origen. Por otra parte, aquellos
colegas que por entonces debieron exiliarse, oficiaron al mismo tiempo de agentes
de difusión de esta especialidad tanto como de aquellas experiencias que
dieron marco a su surgimiento, esparciéndolas hacia aquellos lugares a los que
emigraron. Queda para los colegas de cada uno de esos países la investigación
histórica acerca de las circunstancias particulares en que esa inserción del Acompañamiento
Terapéutico fue teniendo lugar, y cómo ha sido su desarrollo desde ese
momento hasta la actualidad.
1.3. ¡Noticias desde España!
El 20 de noviembre de 1975, luego de 39 años
ininterrumpidos de gobierno, fallecía en Madrid Francisco Franco, produciéndose
a partir de ello, y casi en forma simultánea, un movimiento inverso al que
acontecía en nuestro país, siendo de ese modo un terreno muy propicio para la
acogida de nuestros colegas —en su mayoría de orientación psicoanalítica—, aún
en un medio socio-cultural al día de hoy mayoritariamente refractario a las ideas
del psicoanálisis.
Las primeras noticias que tuve sobre el desarrollo del
Acompañamiento Terapéutico en España son las que nos llegan en 2001 a
través de Marisa Pugès Allegue, cuya destacada participación en el 2º
Congreso Argentino, realizado en nuestra ciudad de Córdoba, marcó el inicio
de un fecundo intercambio que incluyó la selección y publicación en Buenos
Aires de su ponencia 6, en la que hizo referencia a un acompañamiento realizado
por ella a partir de marzo de 1996. Nos complació especialmente, además, saber
de su vinculación profesional con Valentín Barenblit —quien sucediera a
Mauricio Goldenberg en la dirección del Lanús—, residente desde hace
tantos años en Barcelona. Por entonces, la comunicación y el intercambio
científico se hallaban ciertamente limitados, algo que tuvo un vuelco en verdad
impresionante poco tiempo después, con la popularización del uso y accesibilidad
a Internet. Así, a partir del seminario virtual que inauguramos junto a
Federico Manson en 2002, en Psicomundo 7, observamos con sorpresa la
difusión que el Acompañamiento Terapéutico había alcanzado en algunas
ciudades de España —entre ellas Barcelona, Madrid, Zaragoza, León, Valencia—,
desde donde comenzaron a llegar decenas de solicitudes de admisión. Lo más
sorprendente fue para nosotros que no sólo se trataba de estudiantes o
profesionales en formación, sino que buena parte de los convocados eran investigadores
clínicos con una destacada trayectoria en el ámbito académico o institucional…
No mucho tiempo después, tuvimos ocasión de conocer el trabajo que venía
desarrollando en Madrid nuestro compatriota Alejandro Chévez, y también Leonel
Dozza, quien —habiendo iniciado su actividad profesional en São Paulo, Brasil—
reside en esta ciudad desde 1990, en donde expuso su primer conferencia sobre
el tema en el año 1992. Las perspectivas en España pasaron a revitalizarse,
asimismo, a partir de la creciente inclusión española en el colectivo
internacional, tal como gustamos llamarle a ese casi informal pero cada vez
más consistente enclave de colegas de México, Uruguay, Brasil, Argentina y
otros países, quienes fueron configurando de este modo una red, un espacio de
conversación, de intercambio cada vez más fecundo.
Como decía en la conferencia de cierre del VI
Congreso Internacional —tomando prestada la imagen del filme Avatar
8—, la conexión multiplica nuestra potencia, la de quienes estamos abocados al
desarrollo del Acompañamiento Terapéutico tanto en la docencia y la
investigación, como en el impulso de experiencias clínicas alternativas al
dispositivo manicomial, a las terapias adaptativas y el asistencialismo, en la
búsqueda de la validación de aquellos dispositivos clínicos en los que la
apuesta esencial sea la de propiciar el encuentro singular de cada sujeto en
tratamiento con el deseo que lo habita.
2.
Sobre la función del acompañante terapéutico
2.1. El manual inexistente.
A partir del
sintético recorrido histórico que acabamos de realizar —en donde una de las
variables que interesa destacar es la heterogeneidad de los factores
puestos en juego en el origen de esta actividad— observamos que, justamente
como consecuencia de ello, la función del acompañante terapéutico fue cobrando
características asimismo heterogéneas, de acuerdo a esos diversos ámbitos en
los que se fue plasmando su inserción. De este modo, si bien fue
diferenciándose paulatinamente —según decíamos— tanto del enfermero como del
psicólogo, el psiquiatra, el terapista ocupacional, el asistente social y los
demás recursos que suelen incluirse en el tratamiento de pacientes con
trastornos graves, perduró sin embargo la dificultad para delimitar su función
específica. A lo que se suma, como señalaba anteriormente, la creciente
diversidad de orientaciones clínicas desde donde se demanda su intervención. Lo
que hace preciso sostener, por lo tanto, la pregunta acerca de cuáles serían
entonces los rasgos distintivos de su labor, y qué es lo que determina la
eficacia de sus intervenciones.
La tendencia más
frecuente, el pensamiento que suele surgir en primera instancia como un impulso
casi automático, es que habría de poder compendiarse cierto universo de
conocimientos, de recursos técnicos, de mecanismos que pasarían así a
configurar «El Saber del Acompañante Terapéutico», el cual haría
entonces posible, a partir de su aprendizaje y ejercitación, determinar
anticipadamente cómo intervenir en cada una de las encrucijadas que
pudieran presentarse en la práctica clínica, y en la atención de cada uno de
los usuarios que, a partir del establecimiento de sus respectivos diagnósticos,
pasarían a ser meros representantes de las diversas figuras nosográficas que
nos proponen las clasificaciones en uso. La idea de establecer esta suerte de Manual
del Acompañamiento Terapéutico en verdad no es nueva, y resulta por cierto
muy atractiva, pero conviene estar advertidos de las dificultades a las que nos
conduce invariablemente al confrontarnos con la problemática de la
subjetividad, con lo irreductiblemente singular de aquello que está a la base
del padecimiento psíquico en cada sujeto.
A modo de
ilustración de estas dificultades, he tomado prestada de la literatura española
la cautivante historia del Maestro de esgrima, una conocida novela de
Arturo Pérez-Reverte cuyo personaje protagónico, don Jaime Astarloa
—quizás el mejor esgrimista de su época—, se hallaba obsesiva y apasionadamente
abocado a la búsqueda de aquello que él mismo solía denominar: «El Santo
Grial». Desde hacía muchos años don Jaime trabajaba en la redacción
de un «Tratado sobre el arte de la Esgrima», el cual sin dudas
constituiría —según los entendidos—una de las obras capitales sobre el tema. El propio autor, sin embargo, había comenzado a dudar
seriamente sobre su propia capacidad para transcribir aquello a lo que había
dedicado su vida, debido a cierta circunstancia que se tornaba para él cada vez
más perturbadora: para que la obra fuese el non plus ultra sobre la
materia que la inspiraba era preciso que en ella figurase el golpe
maestro, esa estocada perfecta, que resultara imparable para su
contendiente. No nos detendremos aquí en la trama de esta novela,
tampoco anticiparé el final 9. Sólo diremos que esa estocada perfecta,
no fue precisamente en una de esas noches de cavilación y desvelo cuando por
fin pudo él hallarla, sino que, por el contrario, ella apenas se le hizo
presente, para su fortuna, en el preciso instante en que lo que se hallaba en
juego era su propio pellejo.
Extraeremos sin
embargo de allí algo que resulta de sumo interés para nosotros, y que son los
epígrafes que acompañan el subtitulado de cada uno de los capítulos en que se
sucede la narración, supuestos fragmentos del hasta entonces inconcluso tratado
que don Jaime se proponía escribir: Ataque falso doble: Los ataques falsos dobles se usan
para engañar al adversario. Empiezan por un ataque simple / Tiempo incierto
sobre falso ataque: En el tiempo incierto, como en cualquier otro movimiento
arriesgado, el que sabe tirar debe prever las intenciones del adversario,
estudiando cuidadosamente sus movimientos y conociendo los resultados que estos
puedan tener / Estocada corta: La estocada corta en extensión, normalmente
expone al que la ejecuta sin tino ni prudencia. Por otra parte, nunca debe
hacerse la extensión en terreno embarazado, desigual o resbaladizo / Ataque de
glisada: La glisada es uno de los ataques más ciertos de la esgrima, por lo que
obliga necesariamente a ponerse en guardia / Desenganche forzado: Desenganche
forzado es aquél con cuyo auxilio el adversario ha logrado la ventaja / De la
llamada: Dar una llamada, en esgrima, es hacer que el adversario salga de su
posición de guardia. Hasta aquí lo
que tomaremos de este relato, pues ya es tiempo de introducir algunas
preguntas: ¿Podría elaborarse algo similar respecto de la función del
acompañante terapéutico y sus intervenciones? ¿Sería pertinente pergeñar la
elaboración de algún manual así para definir de antemano los postulados
generales necesarios para implementar, en cada situación, nuestra estocada
perfecta?
2.2. Sobre la Ética
y el Saber.
Tales
interrogantes nos empujan a tomar posición, nos fuerzan de algún modo a definir
la perspectiva ética desde donde ensayar una respuesta, puesto que
plantean la necesidad de un pronunciamiento respecto de cierta cuestión que le
es esencial, relativa al modo de situarnos en relación al Saber…
Pudiéndose establecer, correlativamente, cierta confrontación entre una
orientación clínica sostenida en la estandarización y generalización
de los conocimientos, los métodos y los objetivos terapéuticos, por un lado; y,
del otro, aquello que desde Freud denominamos: una clínica del caso por caso.
No se puede soslayar, por lo tanto, que al incluirse un acompañante en un
dispositivo que responda a una u otra posición, esto no dejará de tener
consecuencias respecto de la orientación de sus intervenciones y los márgenes
entre los que su trabajo se habrá de desarrollar, así como de los resultados
que puedan esperarse de tal intervención. No obstante, cabe aclarar que las
dificultades para conciliar posiciones en equipo y alcanzar una estrategia de
trabajo consensuada, no responden la mayoría de las veces a cuestiones de escuela,
de doctrina, sino a la disposición de cada uno de los profesionales que
lo integran —y en particular de quien conduce cada tratamiento— para poner en
conversación, para avanzar en la producción de un nuevo saber a partir de lo
propiamente singular que se revela en el caso, y en cada una de las instancias
del dispositivo… Soportando y tramitando de ese modo, de manera compartida,
aquellos montos de angustia que inevitablemente se ponen en circulación
justamente cuando la cosa marcha, cuando nuestras intervenciones comienzan a
dar en el blanco —muchas veces, sin que sepamos muy bien porqué—, pudiendo
extraerse a partir de ello, retroductivamente como diría Peirce, cierta
lógica no deducible del bagaje de conocimientos previos. Lógica que sólo podrá
destilarse cuando aquellas fuerzas en tensión que sobredeterminan el
padecimiento psíquico y la alienación de ese sujeto se empiezan a
desplegar transferencialmente en el seno mismo del dispositivo 10.
Desde esta
perspectiva, la función que un acompañante terapéutico habrá de desempeñar en
el transcurso de un tratamiento resultará imposible —e inconveniente— definirla
completamente a priori, a partir de un lineamiento general, como algo
estereotipado y universalizable más allá de su ocasional articulación al encuadre
o a la orientación del trabajo clínico con un paciente en particular. Por el
contrario, tengo la convicción de que el lugar del acompañante sólo se va
definiendo en función de la estrategia puesta en juego en determinado momento
del tratamiento de un sujeto, estrategia que, a su vez, sólo podrá ir
esbozándose con alguna precisión a partir de la elucidación de esa lógica
singular —e inconciente— que sobredetermina su padecimiento psíquico,
permitiendo ordenar las intervenciones del acompañante, tanto como las de las
demás instancias intervinientes. Como en el conocido juego del «Buscaminas 11»
—que vemos en esta primera imagen—, nos encontramos, en el inicio, un entramado
de superficie en el que no tenemos modo de inferir debajo de qué casillas de la
cuadrícula están las minas, las cuales se van a distribuir de un modo
distinto en cada nueva partida. Sabemos cuántas son, pero no dónde están
escondidas.
Para ganar el
juego, debemos descubrir la localización de cada una de esas cargas explosivas.
Sin forzar demasiado las cosas, podríamos establecer cierta analogía con lo que
sucede en el inicio de cada tratamiento, cuando las representaciones se
encadenan en el discurso del sujeto sin que podamos asignarle aún a ninguna de
ellas un valor diferencial, y tampoco sabemos aún qué papel jugará cada uno de
los integrantes del elenco familiar, más allá de las simpatías y rechazos
puramente imaginarios que en el comienzo nos puedan despertar. Por debajo de la
trama de superficie, sin que sepamos aún donde se localizan, acechan latentes
sus cargas… afectivas.
Podemos
figuramos entonces una primera jugada, pulsando con el cursor del mouse
una casilla cualquiera. Al hacerlo, la trama de superficie se abre, dejándonos
ver el cifrado de cargas subyacente de un pequeño número de casillas
contiguas a la que tecleamos. Tenemos ahora una primera conexión entre
los dos niveles en los que transcurre el juego: el entramado de superficie, y
la estructura que comienza a entreverse detrás.
Los números de
cada casilla nos indican cuántas, de las ocho celdas que la rodean, están
cargadas. Por ejemplo, el número 2 en una casilla indica que las celdas que
están minadas a su alrededor son exactamente esa cantidad. Para avanzar en el
juego debemos inferir —conjugando el cifrado de todas las celdas ya
descubiertas— cuáles de las que permanecen cerradas son las que pueden
explotar. Entonces, se las marca con una banderita virtual, para no cometer el
error de detonarlas.
En la tercera
imagen, podemos apreciar lo que sucede cuando pulsamos la casilla equivocada:
se nos revela así toda la estructura defensiva subyacente, pero al
precio de que ya no podemos continuar con el juego.
En este contexto,
hay algunas cosas muy importantes que quisiera hacer notar al lector. En primer
lugar, algo que sucede muy a menudo en este entretenimiento es que, llegados a
cierto punto —generalmente sobre el final de la partida—, ya no nos es posible
deducir a través de ningún cálculo dónde se oculta una de las cargas: el
número desenmascarado en determinada celda nos indica que queda a su alrededor
tan sólo una mina sin desactivar, pero he aquí que de las casillas que
lo rodean todavía son dos las que quedan veladas, y no tenemos ninguna
otra pista, ningún otro indicador que nos permita resolver la ecuación. ¿Qué
hacer en tal encrucijada? No nos queda más remedio que jugarnos a suerte y
verdad, pulsando entonces una de ellas a sabiendas de que tenemos las mismas
chances de acertar como de perder, o abandonar la partida.
Pero esto no es
todo.
Perfilando un
poco más nuestra argumentación hacia el terreno que nos interesa, hay al menos
dos cuestiones aún para destacar. La primera, es que en buena parte de los casos
en que se demanda la intervención de acompañantes terapéuticos, el estallido de
la escena ya se ha producido, o es inminente. Y en ambos casos, se requiere de
la mayor precisión en el montaje del dispositivo que se habrá de proponer para
contener esa crisis desatada, o pronta a estallar. Pronto volveremos sobre
ello, a propósito del fragmento clínico que en breve voy a comentar.
Por último, me
interesa regresar nuestra atención sobre algo que comenté recién de pasada,
pero que ubicaremos ahora en el centro de nuestro interés. Se trata del hecho
de que esa trama oculta de cargas explosivas difiere radicalmente en cada
partida, motivo por el cual resulta a todas luces inconveniente, si queremos
ganar, ceñirnos a repetir una y otra vez un mismo esquema de acción pulsando
siempre, en una única y predeterminada secuencia, las mismas casillas. De la
misma manera, dado que el entramado oculto de cargas afectivas difiere
radicalmente de caso en caso y de sujeto en sujeto, no es aconsejable
obstinarse en abordarlos a todos con el mismo recetario, ni con el mismo programa
terapéutico.
Sin embargo, en algunas instituciones especializadas
en ciertas áreas clínicas del campo de la Salud Mental —como por ejemplo
las comunidades terapéuticas abocadas al tratamiento de adicciones, trastornos
alimentarios u otras patologías del consumo, etc.—, el acompañamiento suele ser
indicado como parte de una propuesta terapéutica diseñada
específicamente para la atención de tal o cual patología, cuyas etapas de
curación —preestablecidas de antemano— pasan a ser el marco referencial al que
todo sujeto se debería adaptar, al igual que sus terapeutas y operadores. Es
bastante habitual que en el inicio, el primer paso para insertar a determinado
paciente en tales programas, según el caso, se lo enchaleque con
psicofármacos o se le imponga un acompañamiento terapéutico, o ambas cosas a la
vez, como parte del plan de tratamiento. Es asimismo frecuente que el
acompañamiento sea incorporado al dispositivo tan sólo para rellenar horarios,
e incluso es ofrecido a la familia de entrada, como parte del menú, como un
recurso «aconsejable» y, por supuesto, disponible para quienes lo puedan
pagar... Esto ha llevado a una cierta degradación de su función —habitual en
ciertos ámbitos institucionales—, cuyo resultado suele ser la exposición, tanto
del acompañante como del usuario, a situaciones de suma tensión, incluso de
riesgo o de maltrato, tal como a menudo suelen observarse. Los ejemplos
abundan, lamentablemente, y han dado lugar a buena parte de los trabajos
publicados sobre el tema, especialmente en los primeros tiempos.
No obstante, observamos con satisfacción que esta
suerte de degradación de la función del acompañante terapéutico —que desdibuja
sus contornos y malogra su eficacia—, encuentra su contracara en el creciente
reconocimiento que sí fue alcanzando en otros ámbitos clínicos, y que nos
permite sostener la convicción de que hay otra práctica posible... Es precisamente
lo que me propongo transmitir aquí, y consideré oportuno, para ilustrarlo, la
evocación de un caso presentado hace ya algunos años 12 en el Primer
Congreso Argentino (1994), sobre el que por entonces tomé conocimiento a
través de Elsa Bromberg 13—quien había coordinado el equipo interviniente— en
una de las entrevistas que formaron parte de mi primer publicación sobre el
tema 14.
2.3. Táctica y Estrategia: del fracaso
de los objetivos, al valor de la intervención.
Se trata del caso poco frecuente, y muy complejo, de
dos hermanas gemelas, ambas con diagnóstico de
psicosis. Ellas vivían con su madre y otras dos hermanas, una un año mayor, y
la otra cuatro años menor que las gemelas, que en ese momento tenían diecinueve
años. El padre había abandonado a la familia hacía muchos años, residiendo
desde entonces en Mar del Plata, en donde convive con su actual pareja y la
hija de ambos. Al momento de la intervención, las pacientes no mantenían
contacto con él. Por otra parte, hacía cinco años que no salían de su casa: «La madre solicita
tratamiento —señalaba Elsa Bromberg—, no a raíz de esto sino
cuando comienzan a decir cosas extrañas y a tener con ella una actitud
amenazadora». Planteada esta situación, y ante esa negativa de las
pacientes a salir, se les propone un tratamiento domiciliario. La primera en
asistir a la casa fue la psiquiatra, con la finalidad de medicarlas y efectuar
una primera aproximación, apuntando a que accedieran a concurrir a la clínica
diariamente a realizar tratamiento. Ninguna de las dos indicaciones fue
aceptadas por las pacientes: ni tomar la medicación, ni concurrir a
tratamiento.
Es en estas circunstancias que se solicita la
intervención de una acompañante terapéutica «…con la intención de que las
acompañe diariamente a la clínica y hable con ellas sobre el tema de la
medicación (…) lo que era imposible de resolver para el psiquiatra la
comisionaron a la acompañante, para que vaya, ejecute y haga cumplir esto. No
resultó» (Bromberg, 1994). De este modo, la inclusión de la acompañante en
el dispositivo estuvo en un principio comandada por la necesidad de
cumplimentar ciertos requerimientos institucionales, en donde su lugar podría
haber quedado signado como un instrumento adaptativo del dispositivo, con el
consabido riesgo de alimentar aún más el rechazo de las pacientes: «…estaban
las dos potenciadas en una posición negativista —prosigue Elsa Bromberg—,
con un paciente esto es complejo, con dos, digamos que esto se reduplicaba
porque había una negativa a determinadas cosas y ellas plantadas ahí en bloque
diciendo: “De acá no nos van a sacar”…“Tampoco nos van a medicar”». La
acompañante, como observábamos, corría serio riesgo de quedar entrampada en una
situación ciertamente difícil, en una misión casi imposible de cumplir,
habiendo sido puesta a modificar todo un cuadro muy fuertemente instalado desde
hacía varios años, cuya ruptura recién se produce luego de un episodio de
excitación que derivó, finalmente, en una internación programada de ambas por
un breve lapso: «Digamos que no hubo modo de medicar a estas pacientes, con
lo cual se hubiera posibilitado iniciar otro abordaje. Sabemos que la
medicación no tiene que ver con una modificación sustancial pero si con cierta
posibilidad de contención cuando hay un episodio delirante de fondo, donde
ellas hablaban de cuál era el lugar de ellas, por qué estaban en este mundo,
por qué estaban en esa casa, para qué estaban, que no iban a ser instrumentos
de..., que no iban a permitir que..., toda una cuestión delirante que estaban
armando, en ese momento se da un episodio de excitación muy grande, le pegan a
una de las hermanas y ahí se rompe toda esta situación, ahí se las interna…»,
concluye nuestra entrevistada, no sin antes resaltar que, a pesar de este
aparente fracaso del dispositivo respecto de los objetivos planteados,
la acompañante pudo dar lugar, también desde el inicio —y a partir de cierto
margen de autonomía en sus intervenciones—, a que algo distinto comenzara a
generarse en ese espacio, lo que en definitiva resultó decisivo para la
continuidad del tratamiento luego de esa internación, y la posterior inclusión
de las pacientes, finalmente, en el dispositivo de hospital de día.
Resulta muy interesante el relato de Elisa Sequenza sobre
lo ocurrido el día que comenzó su trabajo: «El primer día que tomé contacto
con ellas, fui acompañada por la psiquiatra que suministraba la medicación.
Hacía varios días que se habían recluido en su dormitorio, y se negaban a
dialogar con los demás, aunque sí hablaban entre ellas. Permanecí durante una
hora tratando de entablar un diálogo, pero todo fue inútil. Sin embargo, cuando
estaba a punto de retirarme, una de ellas se descubrió el rostro —ya que
estaban acostadas cada una en su cama, y se habían tapado totalmente con una
frazada— y esbozó su historia. Este fue el comienzo de la historia.
Diariamente, durante dos horas, iba a verlas, y así aparecieron datos
importantes…». En sintonía con su relato, Elsa Bromberg destacaba el valor
decisivo que tuvo para el devenir del tratamiento que la acompañante se
autorizara, desde ese momento inicial, a dejar un poco en suspenso aquellos
objetivos pautados, para dar lugar a que aflorara allí alguna otra cosa: «Ella
percibió que lo que podía con estas pacientes era sentarse a charlar, por
ejemplo, y ahí aparecieron otra serie de cuestiones que antes no aparecían, que
era el despliegue dentro de la casa, cómo jugaban ellas en relación a las
hermanas, digo por ahí a partir de cuestiones cotidianas, de orden práctico,
que parecía que no tenían demasiada importancia, pero ahí empezaron a verse...
por ejemplo, estas dos chicas nunca comían en la mesa con la familia, ellas
tenían otros horarios, otras comidas, hacían un aparte siempre». A partir
de ese momento, se empezó a cuestionar qué pasaba, por qué no comían en la mesa,
y las pacientes empezaron a decir que las demás, la madre y las hermanas, las
marginaban, las dejaban de lado, que lo que ellas decían parecía no tener
valor, cuando hasta allí, por el contrario, el reclamo de la madre,
especialmente, era que estas hijas se encerraban, estaban siempre solas, no
pudiendo entender qué era lo que estaban haciendo, por qué vivían así… «Una
vez, un episodio de excitación que tuvo una de las dos ocurrió cuando la madre
estaba un fin de semana jugando a las cartas con una de las otras hijas, y
parece que esta chica se acercó queriendo intervenir y efectivamente no le
dieron cabida, ni sé siquiera si se dieron cuenta de que el acercamiento era
porque quería intervenir en el juego, entonces ella rompió un vidrio (…) Hubo
otro momento muy difícil donde las pacientes empezaron a hablar de la
sexualidad, cosa que nunca habían hablado, y a raíz de una cosa anecdótica ahí
en la casa, la acompañante hace una referencia, una alusión a algo que tiene
que ver con la sexualidad y ellas dicen «de esto no se habla», entonces sale
toda una cuestión en relación a «de qué no se habla (…) y sale el relato de que
nunca habían hablado con la madre de la sexualidad, nunca habían recibido a
través de la madre información sexual» (Bromberg, 1994).
Es recién a partir de que las pacientes comienzan a
depositar cierta confianza en la acompañante como para contarle su propia
versión de lo acontecido, que puede captarse cierta lógica en la secuencia de
los acontecimientos, como que los episodios de excitación eran para ellas una
manera de tener un lugar, de manifestar su presencia, que si no pasaba
desapercibida. De este modo —y en la medida en que el giro que se fue
produciendo en la posición de la acompañante fue reconocido y avalado por el
resto del equipo tratante y la coordinación—, podría pensarse que su
intervención facilitó, de manera inicialmente no calculada, el establecimiento
de otro espacio: «A mí me parece que ahí sí se abrió otro espacio porque
ella, la acompañante, pudo delimitar las dos cosas, a qué se la había mandado,
a que se la había comisionado de alguna forma y veía que esto fallaba,
fracasaba, todos veíamos esto. La tentativa para la cual había sido solicitada
la intervención de la acompañante era tratar de que vinieran a tratamiento acompañadas
por ella; y también, que aceptaran tomar la medicación indicada por la
psiquiatra. Ella veía que esto no funcionaba de hecho, entonces, lo que sí hizo
fue abrir un espacio, realmente pudo abrir un espacio con estas pacientes donde
se empezaron a trabajar algunas cosas» (Bromberg, 1994). Hay un movimiento
táctico que la acompañante introduce que, sin confrontar con la estrategia
planteada, termina forzando su reformulación. Forzando es un término que
aquí resulta un tanto exagerado, pues justamente el mayor mérito del equipo
tratante radica en haber sabido captar rápidamente la necesidad de repensar esa
estrategia de abordaje inicial, con los objetivos tal y cual, que no funcionó
ni con la psiquiatra, ni con la acompañante.
En ocasiones, ni siquiera es el equipo tratante el que
propone los objetivos, sino que éstos son formulados por la familia o el mismo
paciente. Así, nos vemos en cierto sentido condicionados por esos lineamientos
que, insisto, no necesariamente es el equipo tratante quien los plantea, a
menudo son los familiares a cargo, para quienes el valor de que el sujeto —su
hijo, su madre, su hermano, su mujer— logre esclarecer algo en relación a su
deseo y sus puntos de angustia y alienación, está en un segundo plano, o ni
siquiera interesa. Y entonces los objetivos que la familia propone son «que
el paciente pueda trabajar», «que se bañe», «que coma», «que
salga» o «que pueda estudiar», es decir, que pueda retornar a las
vías adaptativas que la sociedad propone para decidir que un sujeto está
funcionando bien… Está bien si trabaja, si estudia, si come, si sale, si se
baña, si hace las cosas que tiene que hacer. Entonces, de algún modo, eso
plantea problemas, porque ¿cómo responder a esa suerte de… no de imposición,
pero sí al menos de «idealización» —vamos a llamarlo así— de objetivos? En el caso que acabamos de presentar, si el equipo, o la
coordinación, se hubieran obstinado caprichosamente en el cumplimiento de esos
objetivos, la intervención habría estado, muy probablemente, condenada al
fracaso. Pero se observó que, a pesar de todo, se había comenzado a establecer
un incipiente lazo entre las pacientes y la acompañante, y entonces se sostuvo
esa apuesta, que renovaba la significación del acompañamiento, por encima de
los ya devaluados objetivos del comienzo. Paradójicamente, es al apartar esos
mandatos del centro de la escena, cuando se generan las condiciones para que,
finalmente, ellos mismos se puedan cumplir.
NOTAS AL PIE:
1. Fallecido en noviembre de 2008, fue Miembro
Fundador y, hasta esa fecha, Presidente de la Asociación de
Acompañantes Terapéuticos de la República Argentina (AATRA).
2. Pulice, G.; Eficacia clínica del Acompañamiento Terapéutico,
Buenos Aires, Letra Viva, 2011. Capítulo 1.
4. Se hallará un desarrollo más amplio del
tema en Pulice, G.; obra citada, Capítulo I. Otros textos de referencia sobre
la experiencia del Lanús son: Wolfson, L.; Mauricio Goldemberg: una
revolución en salud mental, Buenos Aires, Editorial Capital Intelectual,
2009; AAVV; Dossier «Instituciones e Historia», en Revista Diarios
clínicos, n° 2, Ediciones Diarios Clínicos, Buenos Aires, 1990. Pueden
verse además numerosas publicaciones en Internet.
5. Kuras de Mauer, S., y Resnizky, S., Acompañantes
terapéuticos y pacientes psicóticos, Buenos Aires, Editorial Trieb, 1985.
6. Pugès, M.; «Un cambio de posición:
desde el otro lado del espejo», en AAVV; Eficacia clínica del
Acompañamiento Terapéutico, Buenos Aires, Polemos, 2002.
8. Película de ciencia ficción estadounidense (2009), escrita, producida y
dirigida por James Cameron.
9. Puede hallarse un desarrollo más extenso
de este apartado en Pulice, G., Obra citada, capítulo 3.
10. No me explayaré aquí sobre la
especificidad de la transferencia en el Acompañamiento Terapéutico,
pudiéndose remitir el lector interesado en esta problemática a lo desarrollado
sobre el tema en Macías López, M. A.; Experiencia psicoanalítica y
acompañamiento terapéutico, Plaza y Valdez Ediciones, Querétaro, 2006. Ver
también Pulice, G.; «La problemática de la amistad en el acompañamiento
Terapéutico», y «La problemática de la transferencia y la orientación de
la cura en las psicosis», en Obra citada, capítulos 7 y 9 respectivamente.
11. Tradicional entretenimiento que viene
cargado como parte del paquete de programas de Windows en la mayoría de las PC.
12. Sequenza, E.; «La relación
especular: entre lo imaginario y lo real», en AAVV, Publicación del
Primer Congreso Nacional de Acompañamiento Terapéutico, Ediciones Las Tres
Lunas, Buenos Aires, 1995.
13. Psicoanalista, fundadora del servicio
de Hospital de día en el Hospital Luisa Gandulfo, Lomas de
Zamora, Provincia de Buenos Aires, y actual directora de Atenea clínica de
día. Autora del libro Estructura y organización en las psicosis,
Ricardo Vergara Ediciones, Buenos Aires, 1995.
14. Pulice, G. y otros; Acompañamiento
Terapéutico, Buenos Aires, Xavier Bóveda, 1994. Módulo III, «Entrevistas».
Gabriel O. Pulice
Psicoanalista, Docente de la Facultad de Psicología de
la Universidad de Buenos Aires, donde se desempeña como Coord. Adjunto de la
Práctica profesional Fundamentos Clínicos del Acompañamiento Terapéutico
(Cód. 800) desde su creación en marzo de 2001; docente regular de la materia Clínica
Psicoanalítica I, e Investigador UBACyT.
Miembro fundador de la Asociación de Acompañantes
Terapéuticos de la República Argentina, ha participado activamente desde
1994 en la organización de los sucesivos congresos nacionales e internacionales
sobre esta especialidad.
Autor y compilador de los libros: Investigar la
subjetividad (2007); Eficacia Clínica del Acompañamiento Terapéutico (2002);
Investigación Psicoanálisis: de Sherlock Holmes, Dupin y Peirce, a
la experiencia freudiana, Buenos Aires (2000); Acompañamiento
Terapéutico, (1997); Hacia una articulación de la clínica y la teoría,
publicación del Primer Congreso Nacional de Acompañamiento Terapéutico
(1995); Acompañamiento Terapéutico, Aproximaciones a su conceptualización.
Presentación de material clínico (1994), y otros numerosos artículos y
publicaciones sobre el tema.
[1] Artículo
publicado en AAVV Acompañamiento Terapéutico en España, Madrid,
Editorial Grupo 5, 2012 (Compilador: Alejandro Chévez Mandelstein). Presentado
en el Primer Congreso Español de Acompañamiento Terapéutico, Madrid,
octubre de 2012.
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