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Marisa Pugès

18/4/13

Acerca de la especificidad del Acompañamiento terapéutico de Gabriel Pulice.


Acerca de la especificidad del Acompañamiento Terapéutico[1].

«Todavía confuso era el estado de las cosas del mundo en la Edad en que esta historia se desarrolla. No era raro toparse con nombres y personas y formas e instituciones a las que no correspondía nada existente. Y por otra parte el mundo pululaba de objetos y facultades y personas que no tenían nombre ni distinción de lo demás» (Calvino, I.; El caballero inexistente, 1959).

Sintiéndome en verdad muy honrado por la invitación que me hicieran llegar oportunamente los colegas a cargo de esta primer publicación española íntegramente dedicada al Acompañamiento Terapéutico, me propongo en este breve escrito transmitir algunas elaboraciones sobre el tema que son la decantación de más de 20 años de experiencia clínica, investigación, y docencia transitados en esta especialidad. Tiempo que en su mayor parte he tenido el gusto de compartir con mi querido amigo Federico Manson 1, compañero de ruta en esta quijotesca aventura que —junto a otros colegas— decidimos llevar adelante a partir de 1994, cuando celebramos en la ciudad de Buenos Aires el Primer Congreso Nacional de Acompañamiento Terapéutico, cuyo propósito fue propiciar el encuentro entre quienes, como nosotros, veníamos observando —y también padeciendo— las dificultades que se presentaban a los acompañantes para llevar a cabo su trabajo en condiciones dignas, debido por entonces a la deficitaria articulación teórica, la falta de instancias académicas jerarquizadas, y la inexistente inscripción formal de la especialidad en la legislación relativa al sistema de salud mental. Tomamos así la posta de otros colegas como Dorfman Lerner, Alicia Donghi —hacia finales de los 70´—, y luego Silvia Resnizky y Susana Kuras de Mauer —a mediados de los 80´—, quienes a través de sus publicaciones y la organización de las primeras actividades de docencia, encuentros, y jornadas sobre el tema, habían comenzado a trazar los primeros esbozos conceptuales de esta práctica. La cual, podemos afirmar —y a pesar de todas esas dificultades—, ya por entonces había logrado consolidarse como una herramienta clínica esencial para el abordaje de pacientes con trastornos graves, a fuerza de pura eficacia…

Dedicaré el tramo inicial de este capítulo a la presentación de una breve reseña histórica acerca del surgimiento del Acompañamiento Terapéutico en Argentina, más allá de esta suerte de Mito Creacionista que fuera propuesto por los discípulos de Eduardo Kalina, a quien se adjudica acertadamente haberle asignado a esta actividad su primer nombre de Amigo Calificado, para pasar poco después a sustituirlo por su denominación actual. Según he podido indagar —y tal como lo señalara anteriormente 2—, en el caso del Acompañamiento Terapéutico hay más de uno que se adjudica su paternidad, urgiendo entonces la necesidad de establecer una crucial distinción entre «quién lo creó» y «quien le puso el nombre». Como quiera que haya sido, lo cierto es que los bebés no nacen de repollos, y tampoco éste ha sido el fruto de una simple inspiración humana, ni divina, sino más bien el producto de una búsqueda, de una época, de una cierta encrucijada histórica que generó las condiciones necesarias para que algo nuevo tuviera lugar en el campo de la Salud Mental. Compartiré con el lector una resumida síntesis de nuestras investigaciones —por cierto cojas, y llenas de lagunas que hasta el momento no fue posible llenar—, acerca de esos primeros tiempos exploratorios que dieron lugar al surgimiento de esta especialidad.

Seguido de ello, consideré oportuno transmitir en esta primera publicación española algunas precisiones conceptuales y técnicas, relativas a la compleja especificidad que adquiere esta función no ya en el marco general del sistema de salud o el ámbito comunitario, sino en la trama singular del tratamiento de un sujeto. Lo cual implica la asunción de cierta posición no sólo clínica, sino esencialmente ética, que si bien no desarrollaré aquí de manera exhaustiva, se translucirá para el lector avezado sin dificultades. Cierta posición, digo, a sabiendas de que no es la única, y quizás tampoco la más difundida, habida cuenta de la sorprendente heterogeneidad de lineamientos teórico-clínicos que en las últimas décadas han incorporado a sus prácticas y dispositivos la figura del acompañante terapéutico: la Psiquiatría Dinámica, la Psicología Conductual, las Terapias Sistémicas, el Esquizoanálisis, y desde el comienzo el Psicoanálisis, en su variada diversidad de orientaciones.


1. Del «Mito de Origen», a la situación actual del AT en el ámbito internacional.

1.1. Creacionismo vs. Darwinismo.

En una fecha indeterminada que podríamos situar entre finales de los años 60´ y principios de los 70´ del pasado siglo XX, y en circunstancias análogas al escenario descrito por Calvino en El caballero inexistente, el Acompañamiento Terapéutico nace como una herramienta clínica que se inscribe en una búsqueda —compartida por una buena parte de los profesionales del campo de la Salud Mental— cuyo propósito no era otro que intentar subvertir los lineamientos del modelo manicomial. Momentos de intensa convulsión política y social tanto en Argentina como en distintos países del mundo occidental, fueron el terreno propicio para la puesta en marcha de toda una serie de experiencias clínicas y comunitarias que, a partir del fuerte impulso de la Psiquiatría Dinámica, la Antipsiquiatría y el Psicoanálisis, comenzaron a dar consistencia a la idea de que era posible avanzar en el tratamiento de aquellos pacientes afectados de diversos modos por padecimientos psíquicos severos, más allá del mero control social en que derivaron, indeseadamente, los objetivos terapéuticos de la internación hospitalaria. Este movimiento de apertura y transformación —que se acentúa a partir de la segunda mitad del siglo pasado, cuando se suma el importante desarrollo que comenzó a tener la Psicofarmacología— fue generando las condiciones para la implementación de novedosos dispositivos de atención ambulatorios, los cuales a su vez propiciaron el desarrollo de nuevas y diversas disciplinas, como respuesta a las renovadas necesidades clínicas que, a partir de ello, comenzaron a tener lugar. Entre esos dispositivos, no podemos dejar de mencionar la creación del Hospital de Día, que pasa a tener un lugar cada vez más importante al término de la 2ª Guerra Mundial, y que es correlativo de una nueva significación de la locura y de las revigorizadas expectativas sobre su tratamiento.
Cabe destacar, asimismo, que el cambio de paradigma que vemos operar allí no se limitó solamente al campo de las psicosis, sino que se hizo extensivo al abordaje de otros usuarios que pasaron a poblar ciertas áreas clínicas que, paulatinamente, se fueron delimitando en su especificidad, las cuales, asimismo, presentaban con frecuencia similares desafíos, urgencias, y complicaciones en su abordaje. Podemos mencionar, entre ellas, el acompañamiento perinatal, el trabajo con niños y adolescentes con trastornos severos como el autismo, el retraso mental y la psicosis infantil; los trastornos de la alimentación, las adicciones, el alcoholismo y otras patologías de consumo; el tratamiento de pacientes oncológicos, terminales, de la tercera edad, y con trastornos neurológicos graves como epilepsias, demencias, Alzheimer; a las que podríamos agregar unas cuantas afecciones más. El Saber de la Psiquiatría deja de ser entonces la herramienta exclusiva para el tratamiento de las enfermedades mentales, pasando a compartir ese terreno con aquellos Otros Saberes que empezaban a dar muestras de ofrecer aportes importantes —a veces decisivos— en el desarrollo de las nuevas estrategias clínicas que esa misma búsqueda llevaba a implementar.
Una de las experiencias más originales y representativas de esos tiempos ha sido en nuestro país la que se puso en marcha en 1956 bajo la conducción de Mauricio Goldenberg en el Hospital de Lanús, con la apertura del primer Servicio de Psicopatología que, inserto en un hospital general, contó con Sala de Internación para pacientes de Psiquiatría. Entre sus rasgos más sobresalientes, «…el Lanús tendía sus brazos hacia la comunidad, avanzando hacia ella, con un alcance cuyas fronteras sería difícil de precisar», pudiendo enumerarse algunas de esas intervenciones que lo alejaban de la concepción tradicional de un centro de prestaciones psiquiátricas hospitalarias, haciéndose extensivas hacia el afuera: entre ellas, el equipo de interconsultas dirigido por Valentín Barenblit, la legendaria patrulla que, entre otras cosas promovía la interconsulta «a domicilio» con los demás servicios del hospital; el trabajo de campo asistiendo casa por casa en barrios marginales de la zona, promoviendo la capacitación de sus pobladores, especialmente jefas de hogar, como Promotoras de Salud; y se podría seguir con una innumerable serie de acciones e intervenciones ocurridas por fuera del ámbito tradicional de un servicio hospitalario, que se fueron reconstruyendo a partir del recuerdo de sus protagonistas, de la rememoración «…de esa experiencia en cierto sentido apasionada y algo desordenada que se fue creando sobre la marcha, sin que a nadie siquiera se le hubiese ocurrido consignarla en acta o agenda alguna, ya que en ese momento no había conciencia de que la experiencia Lanús debía documentarse porque en el futuro se la iba a considerar un hito en la historia de la atención psiquiátrica» 3. No voy a explayarme aquí sobre los avatares de esa experiencia 4, drásticamente interrumpida luego de casi 20 años, en circunstancias que pronto habré de retomar. Pero no podemos dejar de evocarla, en la medida que la aparición en escena del Acompañamiento Terapéutico está inalienablemente atravesada por ese contexto: ligada a una praxis que se proponía más como una investigación que como una ciencia establecida —habida cuenta de que el destronado «Paradigma Pineliano» no halló sin embargo un pronto y claro sucesor—, sería necesario un prolongado período de maduración para que, más allá del multiatravesamiento de saberes que le dio origen, pudieran comenzar a delimitarse con alguna precisión los contornos de su figura, hasta llegar a distinguirse a tal punto de las demás prácticas y disciplinas del sector como para requerir un nombre, su propio nombre.
En efecto, como fruto de esa misma exploración clínica, de esa búsqueda, comenzó a requerirse la implementación de nuevas modalidades de intervención, que si bien fueron sostenidas inicialmente —y por varios años— por los jóvenes profesionales que de manera entusiasta se incorporaban a esas experiencias —psicólogos, psiquiatras, enfermeros, psicólogos sociales, etc. —, al cabo de un tiempo comenzaron a plantearse ciertas cuestiones de incumbencia, en la medida en que algunas de esas intervenciones requeridas empezaron a poner en tensión la identidad y límites de cada una de esas disciplinas. ¿A quién correspondía acompañar a un paciente hasta su domicilio al término de las actividades del hospital de día, cuando esto no era posible para su familia? ¿Quién debía permanecer durante varias horas con esa mujer ingresada a la guardia del servicio de psicopatología en medio de una crisis depresiva luego del fallido intento de quitarse la vida, para sostener la apuesta a la palabra y evitar los abusos en la administración de psicofármacos? ¿Cuál de los profesionales del equipo debía acompañar a un paciente en su proceso de reinserción a sus actividades recreativas, laborales o educativas, habiéndose logrado su estabilización luego de cierto período de crisis? Como podemos inferir, comienza a tomar consistencia una nueva figura cuya delimitación surge al comienzo apenas de manera muy imprecisa, a partir de aquello que hacía límite a las otras especialidades y disciplinas. Comienza así a esbozarse una figura que —podemos inferir— por algún tiempo permaneció sin nombre. Esto permite entender la multiplicidad de versiones que pueden escucharse sobre su creación y surgimiento, así como la dificultad con que nos encontramos en el inicio de nuestra experiencia para establecer un marco conceptual propio y distintivo. Durante décadas, de hecho, el único material bibliográfico específico sobre el tema estuvo constituido por apenas un puñado de artículos publicados en diversos medios porteños del ámbito Psi, en los que el denominador común era poner de relieve los obstáculos que se planteaban para los acompañantes en su tarea debido, entre otras cosas, a la falta de un claro lineamiento teórico, y de algún marco regulatorio de la actividad. Recién en 1985 se publicaría en Buenos Aires el primer libro dedicado íntegramente al tema —cuyos lineamientos se debatían entre la Psiquiatría Dinámica y el Psicoanálisis—, con una perspectiva sin embargo muy restringida acerca del campo de acción y la potencialidad de este recurso 5.

1.2. El diluvio universal, y el Arca de Noé.
Conviene detenernos aquí para situar un infortunado hecho histórico que tuvo sin embargo una incidencia muy importante respecto del desarrollo del Acompañamiento Terapéutico en Argentina y su difusión internacional. Nos referimos al golpe militar ocurrido en nuestro país a comienzos de 1976, el tristemente célebre «Proceso de Reorganización Nacional», cuyos efectos en el campo de la Salud Mental bien podrían calificarse como catastróficos: se produce en ese momento el liso y llano desmantelamiento de todas esas experiencias que veníamos describiendo, por calificárselas de «subversivas», obligando a los profesionales que las sostenían —entre ellos Mauricio Goldenberg y Valentín Barenblit— a un largo y penoso destierro en países como Brasil, Perú, Venezuela, México, Francia y España, entre otros. El Acompañamiento Terapéutico, sin embargo, encontró su lugar de supervivencia en nuestro país en el ámbito de las clínicas e instituciones psiquiátricas privadas, entrando de ese modo en una suerte de período de hibernación que se prolongó mucho más allá de esos sombríos siete años de la dictadura militar, desterrado —en su propia tierra— de las experiencias comunitarias que le dieran origen. Por otra parte, aquellos colegas que por entonces debieron exiliarse, oficiaron al mismo tiempo de agentes de difusión de esta especialidad tanto como de aquellas experiencias que dieron marco a su surgimiento, esparciéndolas hacia aquellos lugares a los que emigraron. Queda para los colegas de cada uno de esos países la investigación histórica acerca de las circunstancias particulares en que esa inserción del Acompañamiento Terapéutico fue teniendo lugar, y cómo ha sido su desarrollo desde ese momento hasta la actualidad. 

1.3. ¡Noticias desde España!
El 20 de noviembre de 1975, luego de 39 años ininterrumpidos de gobierno, fallecía en Madrid Francisco Franco, produciéndose a partir de ello, y casi en forma simultánea, un movimiento inverso al que acontecía en nuestro país, siendo de ese modo un terreno muy propicio para la acogida de nuestros colegas —en su mayoría de orientación psicoanalítica—, aún en un medio socio-cultural al día de hoy mayoritariamente refractario a las ideas del psicoanálisis.
Las primeras noticias que tuve sobre el desarrollo del Acompañamiento Terapéutico en España son las que nos llegan en 2001 a través de Marisa Pugès Allegue, cuya destacada participación en el 2º Congreso Argentino, realizado en nuestra ciudad de Córdoba, marcó el inicio de un fecundo intercambio que incluyó la selección y publicación en Buenos Aires de su ponencia 6, en la que hizo referencia a un acompañamiento realizado por ella a partir de marzo de 1996. Nos complació especialmente, además, saber de su vinculación profesional con Valentín Barenblit —quien sucediera a Mauricio Goldenberg en la dirección del Lanús—, residente desde hace tantos años en Barcelona. Por entonces, la comunicación y el intercambio científico se hallaban ciertamente limitados, algo que tuvo un vuelco en verdad impresionante poco tiempo después, con la popularización del uso y accesibilidad a Internet. Así, a partir del seminario virtual que inauguramos junto a Federico Manson en 2002, en Psicomundo 7, observamos con sorpresa la difusión que el Acompañamiento Terapéutico había alcanzado en algunas ciudades de España —entre ellas Barcelona, Madrid, Zaragoza, León, Valencia—, desde donde comenzaron a llegar decenas de solicitudes de admisión. Lo más sorprendente fue para nosotros que no sólo se trataba de estudiantes o profesionales en formación, sino que buena parte de los convocados eran investigadores clínicos con una destacada trayectoria en el ámbito académico o institucional… No mucho tiempo después, tuvimos ocasión de conocer el trabajo que venía desarrollando en Madrid nuestro compatriota Alejandro Chévez, y también Leonel Dozza, quien —habiendo iniciado su actividad profesional en São Paulo, Brasil— reside en esta ciudad desde 1990, en donde expuso su primer conferencia sobre el tema en el año 1992. Las perspectivas en España pasaron a revitalizarse, asimismo, a partir de la creciente inclusión española en el colectivo internacional, tal como gustamos llamarle a ese casi informal pero cada vez más consistente enclave de colegas de México, Uruguay, Brasil, Argentina y otros países, quienes fueron configurando de este modo una red, un espacio de conversación, de intercambio cada vez más fecundo.
Como decía en la conferencia de cierre del VI Congreso Internacional —tomando prestada la imagen del filme Avatar 8—, la conexión multiplica nuestra potencia, la de quienes estamos abocados al desarrollo del Acompañamiento Terapéutico tanto en la docencia y la investigación, como en el impulso de experiencias clínicas alternativas al dispositivo manicomial, a las terapias adaptativas y el asistencialismo, en la búsqueda de la validación de aquellos dispositivos clínicos en los que la apuesta esencial sea la de propiciar el encuentro singular de cada sujeto en tratamiento con el deseo que lo habita.


2. Sobre la función del acompañante terapéutico
2.1. El manual inexistente.
A partir del sintético recorrido histórico que acabamos de realizar —en donde una de las variables que interesa destacar es la heterogeneidad de los factores puestos en juego en el origen de esta actividad— observamos que, justamente como consecuencia de ello, la función del acompañante terapéutico fue cobrando características asimismo heterogéneas, de acuerdo a esos diversos ámbitos en los que se fue plasmando su inserción. De este modo, si bien fue diferenciándose paulatinamente —según decíamos— tanto del enfermero como del psicólogo, el psiquiatra, el terapista ocupacional, el asistente social y los demás recursos que suelen incluirse en el tratamiento de pacientes con trastornos graves, perduró sin embargo la dificultad para delimitar su función específica. A lo que se suma, como señalaba anteriormente, la creciente diversidad de orientaciones clínicas desde donde se demanda su intervención. Lo que hace preciso sostener, por lo tanto, la pregunta acerca de cuáles serían entonces los rasgos distintivos de su labor, y qué es lo que determina la eficacia de sus intervenciones.
La tendencia más frecuente, el pensamiento que suele surgir en primera instancia como un impulso casi automático, es que habría de poder compendiarse cierto universo de conocimientos, de recursos técnicos, de mecanismos que pasarían así a configurar «El Saber del Acompañante Terapéutico», el cual haría entonces posible, a partir de su aprendizaje y ejercitación, determinar anticipadamente cómo intervenir en cada una de las encrucijadas que pudieran presentarse en la práctica clínica, y en la atención de cada uno de los usuarios que, a partir del establecimiento de sus respectivos diagnósticos, pasarían a ser meros representantes de las diversas figuras nosográficas que nos proponen las clasificaciones en uso. La idea de establecer esta suerte de Manual del Acompañamiento Terapéutico en verdad no es nueva, y resulta por cierto muy atractiva, pero conviene estar advertidos de las dificultades a las que nos conduce invariablemente al confrontarnos con la problemática de la subjetividad, con lo irreductiblemente singular de aquello que está a la base del padecimiento psíquico en cada sujeto.
A modo de ilustración de estas dificultades, he tomado prestada de la literatura española la cautivante historia del Maestro de esgrima, una conocida novela de Arturo Pérez-Reverte cuyo personaje protagónico, don Jaime Astarloa —quizás el mejor esgrimista de su época—, se hallaba obsesiva y apasionadamente abocado a la búsqueda de aquello que él mismo solía denominar: «El Santo Grial». Desde hacía muchos años don Jaime trabajaba en la redacción de un «Tratado sobre el arte de la Esgrima», el cual sin dudas constituiría —según los entendidos—una de las obras capitales sobre el tema. El propio autor, sin embargo, había comenzado a dudar seriamente sobre su propia capacidad para transcribir aquello a lo que había dedicado su vida, debido a cierta circunstancia que se tornaba para él cada vez más perturbadora: para que la obra fuese el non plus ultra sobre la materia que la inspiraba era preciso que en ella figurase el golpe maestro, esa estocada perfecta, que resultara imparable para su contendiente. No nos detendremos aquí en la trama de esta novela, tampoco anticiparé el final 9. Sólo diremos que esa estocada perfecta, no fue precisamente en una de esas noches de cavilación y desvelo cuando por fin pudo él hallarla, sino que, por el contrario, ella apenas se le hizo presente, para su fortuna, en el preciso instante en que lo que se hallaba en juego era su propio pellejo.
Extraeremos sin embargo de allí algo que resulta de sumo interés para nosotros, y que son los epígrafes que acompañan el subtitulado de cada uno de los capítulos en que se sucede la narración, supuestos fragmentos del hasta entonces inconcluso tratado que don Jaime se proponía escribir: Ataque falso doble: Los ataques falsos dobles se usan para engañar al adversario. Empiezan por un ataque simple / Tiempo incierto sobre falso ataque: En el tiempo incierto, como en cualquier otro movimiento arriesgado, el que sabe tirar debe prever las intenciones del adversario, estudiando cuidadosamente sus movimientos y conociendo los resultados que estos puedan tener / Estocada corta: La estocada corta en extensión, normalmente expone al que la ejecuta sin tino ni prudencia. Por otra parte, nunca debe hacerse la extensión en terreno embarazado, desigual o resbaladizo / Ataque de glisada: La glisada es uno de los ataques más ciertos de la esgrima, por lo que obliga necesariamente a ponerse en guardia / Desenganche forzado: Desenganche forzado es aquél con cuyo auxilio el adversario ha logrado la ventaja / De la llamada: Dar una llamada, en esgrima, es hacer que el adversario salga de su posición de guardia. Hasta aquí lo que tomaremos de este relato, pues ya es tiempo de introducir algunas preguntas: ¿Podría elaborarse algo similar respecto de la función del acompañante terapéutico y sus intervenciones? ¿Sería pertinente pergeñar la elaboración de algún manual así para definir de antemano los postulados generales necesarios para implementar, en cada situación, nuestra estocada perfecta?

2.2. Sobre la Ética y el Saber.
Tales interrogantes nos empujan a tomar posición, nos fuerzan de algún modo a definir la perspectiva ética desde donde ensayar una respuesta, puesto que plantean la necesidad de un pronunciamiento respecto de cierta cuestión que le es esencial, relativa al modo de situarnos en relación al Saber… Pudiéndose establecer, correlativamente, cierta confrontación entre una orientación clínica sostenida en la estandarización y generalización de los conocimientos, los métodos y los objetivos terapéuticos, por un lado; y, del otro, aquello que desde Freud denominamos: una clínica del caso por caso. No se puede soslayar, por lo tanto, que al incluirse un acompañante en un dispositivo que responda a una u otra posición, esto no dejará de tener consecuencias respecto de la orientación de sus intervenciones y los márgenes entre los que su trabajo se habrá de desarrollar, así como de los resultados que puedan esperarse de tal intervención. No obstante, cabe aclarar que las dificultades para conciliar posiciones en equipo y alcanzar una estrategia de trabajo consensuada, no responden la mayoría de las veces a cuestiones de escuela, de doctrina, sino a la disposición de cada uno de los profesionales que lo integran —y en particular de quien conduce cada tratamiento— para poner en conversación, para avanzar en la producción de un nuevo saber a partir de lo propiamente singular que se revela en el caso, y en cada una de las instancias del dispositivo… Soportando y tramitando de ese modo, de manera compartida, aquellos montos de angustia que inevitablemente se ponen en circulación justamente cuando la cosa marcha, cuando nuestras intervenciones comienzan a dar en el blanco —muchas veces, sin que sepamos muy bien porqué—, pudiendo extraerse a partir de ello, retroductivamente como diría Peirce, cierta lógica no deducible del bagaje de conocimientos previos. Lógica que sólo podrá destilarse cuando aquellas fuerzas en tensión que sobredeterminan el padecimiento psíquico y la alienación de ese sujeto se empiezan a desplegar transferencialmente en el seno mismo del dispositivo 10.
Desde esta perspectiva, la función que un acompañante terapéutico habrá de desempeñar en el transcurso de un tratamiento resultará imposible —e inconveniente— definirla completamente a priori, a partir de un lineamiento general, como algo estereotipado y universalizable más allá de su ocasional articulación al encuadre o a la orientación del trabajo clínico con un paciente en particular. Por el contrario, tengo la convicción de que el lugar del acompañante sólo se va definiendo en función de la estrategia puesta en juego en determinado momento del tratamiento de un sujeto, estrategia que, a su vez, sólo podrá ir esbozándose con alguna precisión a partir de la elucidación de esa lógica singular —e inconciente— que sobredetermina su padecimiento psíquico, permitiendo ordenar las intervenciones del acompañante, tanto como las de las demás instancias intervinientes. Como en el conocido juego del «Buscaminas 11» —que vemos en esta primera imagen—, nos encontramos, en el inicio, un entramado de superficie en el que no tenemos modo de inferir debajo de qué casillas de la cuadrícula están las minas, las cuales se van a distribuir de un modo distinto en cada nueva partida. Sabemos cuántas son, pero no dónde están escondidas.
Para ganar el juego, debemos descubrir la localización de cada una de esas cargas explosivas. Sin forzar demasiado las cosas, podríamos establecer cierta analogía con lo que sucede en el inicio de cada tratamiento, cuando las representaciones se encadenan en el discurso del sujeto sin que podamos asignarle aún a ninguna de ellas un valor diferencial, y tampoco sabemos aún qué papel jugará cada uno de los integrantes del elenco familiar, más allá de las simpatías y rechazos puramente imaginarios que en el comienzo nos puedan despertar. Por debajo de la trama de superficie, sin que sepamos aún donde se localizan, acechan latentes sus cargas… afectivas.
Podemos figuramos entonces una primera jugada, pulsando con el cursor del mouse una casilla cualquiera. Al hacerlo, la trama de superficie se abre, dejándonos ver el cifrado de cargas subyacente de un pequeño número de casillas contiguas a la que tecleamos. Tenemos ahora una primera conexión entre los dos niveles en los que transcurre el juego: el entramado de superficie, y la estructura que comienza a entreverse detrás.
Los números de cada casilla nos indican cuántas, de las ocho celdas que la rodean, están cargadas. Por ejemplo, el número 2 en una casilla indica que las celdas que están minadas a su alrededor son exactamente esa cantidad. Para avanzar en el juego debemos inferir —conjugando el cifrado de todas las celdas ya descubiertas— cuáles de las que permanecen cerradas son las que pueden explotar. Entonces, se las marca con una banderita virtual, para no cometer el error de detonarlas.
En la tercera imagen, podemos apreciar lo que sucede cuando pulsamos la casilla equivocada: se nos revela así toda la estructura defensiva subyacente, pero al precio de que ya no podemos continuar con el juego.
En este contexto, hay algunas cosas muy importantes que quisiera hacer notar al lector. En primer lugar, algo que sucede muy a menudo en este entretenimiento es que, llegados a cierto punto —generalmente sobre el final de la partida—, ya no nos es posible deducir a través de ningún cálculo dónde se oculta una de las cargas: el número desenmascarado en determinada celda nos indica que queda a su alrededor tan sólo una mina sin desactivar, pero he aquí que de las casillas que lo rodean todavía son dos las que quedan veladas, y no tenemos ninguna otra pista, ningún otro indicador que nos permita resolver la ecuación. ¿Qué hacer en tal encrucijada? No nos queda más remedio que jugarnos a suerte y verdad, pulsando entonces una de ellas a sabiendas de que tenemos las mismas chances de acertar como de perder, o abandonar la partida.
Pero esto no es todo.
Perfilando un poco más nuestra argumentación hacia el terreno que nos interesa, hay al menos dos cuestiones aún para destacar. La primera, es que en buena parte de los casos en que se demanda la intervención de acompañantes terapéuticos, el estallido de la escena ya se ha producido, o es inminente. Y en ambos casos, se requiere de la mayor precisión en el montaje del dispositivo que se habrá de proponer para contener esa crisis desatada, o pronta a estallar. Pronto volveremos sobre ello, a propósito del fragmento clínico que en breve voy a comentar.
Por último, me interesa regresar nuestra atención sobre algo que comenté recién de pasada, pero que ubicaremos ahora en el centro de nuestro interés. Se trata del hecho de que esa trama oculta de cargas explosivas difiere radicalmente en cada partida, motivo por el cual resulta a todas luces inconveniente, si queremos ganar, ceñirnos a repetir una y otra vez un mismo esquema de acción pulsando siempre, en una única y predeterminada secuencia, las mismas casillas. De la misma manera, dado que el entramado oculto de cargas afectivas difiere radicalmente de caso en caso y de sujeto en sujeto, no es aconsejable obstinarse en abordarlos a todos con el mismo recetario, ni con el mismo programa terapéutico.
Sin embargo, en algunas instituciones especializadas en ciertas áreas clínicas del campo de la Salud Mental —como por ejemplo las comunidades terapéuticas abocadas al tratamiento de adicciones, trastornos alimentarios u otras patologías del consumo, etc.—, el acompañamiento suele ser indicado como parte de una propuesta terapéutica diseñada específicamente para la atención de tal o cual patología, cuyas etapas de curación —preestablecidas de antemano— pasan a ser el marco referencial al que todo sujeto se debería adaptar, al igual que sus terapeutas y operadores. Es bastante habitual que en el inicio, el primer paso para insertar a determinado paciente en tales programas, según el caso, se lo enchaleque con psicofármacos o se le imponga un acompañamiento terapéutico, o ambas cosas a la vez, como parte del plan de tratamiento. Es asimismo frecuente que el acompañamiento sea incorporado al dispositivo tan sólo para rellenar horarios, e incluso es ofrecido a la familia de entrada, como parte del menú, como un recurso «aconsejable» y, por supuesto, disponible para quienes lo puedan pagar... Esto ha llevado a una cierta degradación de su función —habitual en ciertos ámbitos institucionales—, cuyo resultado suele ser la exposición, tanto del acompañante como del usuario, a situaciones de suma tensión, incluso de riesgo o de maltrato, tal como a menudo suelen observarse. Los ejemplos abundan, lamentablemente, y han dado lugar a buena parte de los trabajos publicados sobre el tema, especialmente en los primeros tiempos.
No obstante, observamos con satisfacción que esta suerte de degradación de la función del acompañante terapéutico —que desdibuja sus contornos y malogra su eficacia—, encuentra su contracara en el creciente reconocimiento que sí fue alcanzando en otros ámbitos clínicos, y que nos permite sostener la convicción de que hay otra práctica posible... Es precisamente lo que me propongo transmitir aquí, y consideré oportuno, para ilustrarlo, la evocación de un caso presentado hace ya algunos años 12 en el Primer Congreso Argentino (1994), sobre el que por entonces tomé conocimiento a través de Elsa Bromberg 13—quien había coordinado el equipo interviniente— en una de las entrevistas que formaron parte de mi primer publicación sobre el tema 14.

2.3. Táctica y Estrategia: del fracaso de los objetivos, al valor de la intervención.
Se trata del caso poco frecuente, y muy complejo, de dos hermanas gemelas, ambas con diagnóstico de psicosis. Ellas vivían con su madre y otras dos hermanas, una un año mayor, y la otra cuatro años menor que las gemelas, que en ese momento tenían diecinueve años. El padre había abandonado a la familia hacía muchos años, residiendo desde entonces en Mar del Plata, en donde convive con su actual pareja y la hija de ambos. Al momento de la intervención, las pacientes no mantenían contacto con él. Por otra parte, hacía cinco años que no salían de su casa: «La madre solicita tratamiento —señalaba Elsa Bromberg—, no a raíz de esto sino cuando comienzan a decir cosas extrañas y a tener con ella una actitud amenazadora». Planteada esta situación, y ante esa negativa de las pacientes a salir, se les propone un tratamiento domiciliario. La primera en asistir a la casa fue la psiquiatra, con la finalidad de medicarlas y efectuar una primera aproximación, apuntando a que accedieran a concurrir a la clínica diariamente a realizar tratamiento. Ninguna de las dos indicaciones fue aceptadas por las pacientes: ni tomar la medicación, ni concurrir a tratamiento.
Es en estas circunstancias que se solicita la intervención de una acompañante terapéutica «…con la intención de que las acompañe diariamente a la clínica y hable con ellas sobre el tema de la medicación (…) lo que era imposible de resolver para el psiquiatra la comisionaron a la acompañante, para que vaya, ejecute y haga cumplir esto. No resultó» (Bromberg, 1994). De este modo, la inclusión de la acompañante en el dispositivo estuvo en un principio comandada por la necesidad de cumplimentar ciertos requerimientos institucionales, en donde su lugar podría haber quedado signado como un instrumento adaptativo del dispositivo, con el consabido riesgo de alimentar aún más el rechazo de las pacientes: «…estaban las dos potenciadas en una posición negativista —prosigue Elsa Bromberg—, con un paciente esto es complejo, con dos, digamos que esto se reduplicaba porque había una negativa a determinadas cosas y ellas plantadas ahí en bloque diciendo: “De acá no nos van a sacar”…“Tampoco nos van a medicar”». La acompañante, como observábamos, corría serio riesgo de quedar entrampada en una situación ciertamente difícil, en una misión casi imposible de cumplir, habiendo sido puesta a modificar todo un cuadro muy fuertemente instalado desde hacía varios años, cuya ruptura recién se produce luego de un episodio de excitación que derivó, finalmente, en una internación programada de ambas por un breve lapso: «Digamos que no hubo modo de medicar a estas pacientes, con lo cual se hubiera posibilitado iniciar otro abordaje. Sabemos que la medicación no tiene que ver con una modificación sustancial pero si con cierta posibilidad de contención cuando hay un episodio delirante de fondo, donde ellas hablaban de cuál era el lugar de ellas, por qué estaban en este mundo, por qué estaban en esa casa, para qué estaban, que no iban a ser instrumentos de..., que no iban a permitir que..., toda una cuestión delirante que estaban armando, en ese momento se da un episodio de excitación muy grande, le pegan a una de las hermanas y ahí se rompe toda esta situación, ahí se las interna…», concluye nuestra entrevistada, no sin antes resaltar que, a pesar de este aparente fracaso del dispositivo respecto de los objetivos planteados, la acompañante pudo dar lugar, también desde el inicio —y a partir de cierto margen de autonomía en sus intervenciones—, a que algo distinto comenzara a generarse en ese espacio, lo que en definitiva resultó decisivo para la continuidad del tratamiento luego de esa internación, y la posterior inclusión de las pacientes, finalmente, en el dispositivo de hospital de día.
Resulta muy interesante el relato de Elisa Sequenza sobre lo ocurrido el día que comenzó su trabajo: «El primer día que tomé contacto con ellas, fui acompañada por la psiquiatra que suministraba la medicación. Hacía varios días que se habían recluido en su dormitorio, y se negaban a dialogar con los demás, aunque sí hablaban entre ellas. Permanecí durante una hora tratando de entablar un diálogo, pero todo fue inútil. Sin embargo, cuando estaba a punto de retirarme, una de ellas se descubrió el rostro —ya que estaban acostadas cada una en su cama, y se habían tapado totalmente con una frazada— y esbozó su historia. Este fue el comienzo de la historia. Diariamente, durante dos horas, iba a verlas, y así aparecieron datos importantes…». En sintonía con su relato, Elsa Bromberg destacaba el valor decisivo que tuvo para el devenir del tratamiento que la acompañante se autorizara, desde ese momento inicial, a dejar un poco en suspenso aquellos objetivos pautados, para dar lugar a que aflorara allí alguna otra cosa: «Ella percibió que lo que podía con estas pacientes era sentarse a charlar, por ejemplo, y ahí aparecieron otra serie de cuestiones que antes no aparecían, que era el despliegue dentro de la casa, cómo jugaban ellas en relación a las hermanas, digo por ahí a partir de cuestiones cotidianas, de orden práctico, que parecía que no tenían demasiada importancia, pero ahí empezaron a verse... por ejemplo, estas dos chicas nunca comían en la mesa con la familia, ellas tenían otros horarios, otras comidas, hacían un aparte siempre». A partir de ese momento, se empezó a cuestionar qué pasaba, por qué no comían en la mesa, y las pacientes empezaron a decir que las demás, la madre y las hermanas, las marginaban, las dejaban de lado, que lo que ellas decían parecía no tener valor, cuando hasta allí, por el contrario, el reclamo de la madre, especialmente, era que estas hijas se encerraban, estaban siempre solas, no pudiendo entender qué era lo que estaban haciendo, por qué vivían así… «Una vez, un episodio de excitación que tuvo una de las dos ocurrió cuando la madre estaba un fin de semana jugando a las cartas con una de las otras hijas, y parece que esta chica se acercó queriendo intervenir y efectivamente no le dieron cabida, ni sé siquiera si se dieron cuenta de que el acercamiento era porque quería intervenir en el juego, entonces ella rompió un vidrio (…) Hubo otro momento muy difícil donde las pacientes empezaron a hablar de la sexualidad, cosa que nunca habían hablado, y a raíz de una cosa anecdótica ahí en la casa, la acompañante hace una referencia, una alusión a algo que tiene que ver con la sexualidad y ellas dicen «de esto no se habla», entonces sale toda una cuestión en relación a «de qué no se habla (…) y sale el relato de que nunca habían hablado con la madre de la sexualidad, nunca habían recibido a través de la madre información sexual» (Bromberg, 1994).
Es recién a partir de que las pacientes comienzan a depositar cierta confianza en la acompañante como para contarle su propia versión de lo acontecido, que puede captarse cierta lógica en la secuencia de los acontecimientos, como que los episodios de excitación eran para ellas una manera de tener un lugar, de manifestar su presencia, que si no pasaba desapercibida. De este modo —y en la medida en que el giro que se fue produciendo en la posición de la acompañante fue reconocido y avalado por el resto del equipo tratante y la coordinación—, podría pensarse que su intervención facilitó, de manera inicialmente no calculada, el establecimiento de otro espacio: «A mí me parece que ahí sí se abrió otro espacio porque ella, la acompañante, pudo delimitar las dos cosas, a qué se la había mandado, a que se la había comisionado de alguna forma y veía que esto fallaba, fracasaba, todos veíamos esto. La tentativa para la cual había sido solicitada la intervención de la acompañante era tratar de que vinieran a tratamiento acompañadas por ella; y también, que aceptaran tomar la medicación indicada por la psiquiatra. Ella veía que esto no funcionaba de hecho, entonces, lo que sí hizo fue abrir un espacio, realmente pudo abrir un espacio con estas pacientes donde se empezaron a trabajar algunas cosas» (Bromberg, 1994). Hay un movimiento táctico que la acompañante introduce que, sin confrontar con la estrategia planteada, termina forzando su reformulación. Forzando es un término que aquí resulta un tanto exagerado, pues justamente el mayor mérito del equipo tratante radica en haber sabido captar rápidamente la necesidad de repensar esa estrategia de abordaje inicial, con los objetivos tal y cual, que no funcionó ni con la psiquiatra, ni con la acompañante.
En ocasiones, ni siquiera es el equipo tratante el que propone los objetivos, sino que éstos son formulados por la familia o el mismo paciente. Así, nos vemos en cierto sentido condicionados por esos lineamientos que, insisto, no necesariamente es el equipo tratante quien los plantea, a menudo son los familiares a cargo, para quienes el valor de que el sujeto —su hijo, su madre, su hermano, su mujer— logre esclarecer algo en relación a su deseo y sus puntos de angustia y alienación, está en un segundo plano, o ni siquiera interesa. Y entonces los objetivos que la familia propone son «que el paciente pueda trabajar», «que se bañe», «que coma», «que salga» o «que pueda estudiar», es decir, que pueda retornar a las vías adaptativas que la sociedad propone para decidir que un sujeto está funcionando bien… Está bien si trabaja, si estudia, si come, si sale, si se baña, si hace las cosas que tiene que hacer. Entonces, de algún modo, eso plantea problemas, porque ¿cómo responder a esa suerte de… no de imposición, pero sí al menos de «idealización» —vamos a llamarlo así— de objetivos? En el caso que acabamos de presentar, si el equipo, o la coordinación, se hubieran obstinado caprichosamente en el cumplimiento de esos objetivos, la intervención habría estado, muy probablemente, condenada al fracaso. Pero se observó que, a pesar de todo, se había comenzado a establecer un incipiente lazo entre las pacientes y la acompañante, y entonces se sostuvo esa apuesta, que renovaba la significación del acompañamiento, por encima de los ya devaluados objetivos del comienzo. Paradójicamente, es al apartar esos mandatos del centro de la escena, cuando se generan las condiciones para que, finalmente, ellos mismos se puedan cumplir.

NOTAS AL PIE:
1. Fallecido en noviembre de 2008, fue Miembro Fundador y, hasta esa fecha, Presidente de la Asociación de Acompañantes Terapéuticos de la República Argentina (AATRA).
2. Pulice, G.; Eficacia clínica del Acompañamiento Terapéutico, Buenos Aires, Letra Viva, 2011. Capítulo 1.
3. Levín, R., Mauricio Goldenberg, hoy, artículo publicado en Punto Seguido, www.puntoseguido.com
4. Se hallará un desarrollo más amplio del tema en Pulice, G.; obra citada, Capítulo I. Otros textos de referencia sobre la experiencia del Lanús son: Wolfson, L.; Mauricio Goldemberg: una revolución en salud mental, Buenos Aires, Editorial Capital Intelectual, 2009; AAVV; Dossier «Instituciones e Historia», en Revista Diarios clínicos, n° 2, Ediciones Diarios Clínicos, Buenos Aires, 1990. Pueden verse además numerosas publicaciones en Internet.
5. Kuras de Mauer, S., y Resnizky, S., Acompañantes terapéuticos y pacientes psicóticos, Buenos Aires, Editorial Trieb, 1985.
6. Pugès, M.; «Un cambio de posición: desde el otro lado del espejo», en AAVV; Eficacia clínica del Acompañamiento Terapéutico, Buenos Aires, Polemos, 2002.
7. Fundamentos clínicos del Acompañamiento Terapéutico, www.edupsi.com/at.htm
8. Película de ciencia ficción estadounidense (2009), escrita, producida y dirigida por James Cameron.
9. Puede hallarse un desarrollo más extenso de este apartado en Pulice, G., Obra citada, capítulo 3.
10. No me explayaré aquí sobre la especificidad de la transferencia en el Acompañamiento Terapéutico, pudiéndose remitir el lector interesado en esta problemática a lo desarrollado sobre el tema en Macías López, M. A.; Experiencia psicoanalítica y acompañamiento terapéutico, Plaza y Valdez Ediciones, Querétaro, 2006. Ver también Pulice, G.; «La problemática de la amistad en el acompañamiento Terapéutico», y «La problemática de la transferencia y la orientación de la cura en las psicosis», en Obra citada, capítulos 7 y 9 respectivamente.
11. Tradicional entretenimiento que viene cargado como parte del paquete de programas de Windows en la mayoría de las PC.
12. Sequenza, E.; «La relación especular: entre lo imaginario y lo real», en AAVV, Publicación del Primer Congreso Nacional de Acompañamiento Terapéutico, Ediciones Las Tres Lunas, Buenos Aires, 1995.
13. Psicoanalista, fundadora del servicio de Hospital de día en el Hospital Luisa Gandulfo, Lomas de Zamora, Provincia de Buenos Aires, y actual directora de Atenea clínica de día. Autora del libro Estructura y organización en las psicosis, Ricardo Vergara Ediciones, Buenos Aires, 1995.
14. Pulice, G. y otros; Acompañamiento Terapéutico, Buenos Aires, Xavier Bóveda, 1994. Módulo III, «Entrevistas»

Gabriel O. Pulice
Psicoanalista, Docente de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires, donde se desempeña como Coord. Adjunto de la Práctica profesional Fundamentos Clínicos del Acompañamiento Terapéutico (Cód. 800) desde su creación en marzo de 2001; docente regular de la materia Clínica Psicoanalítica I, e Investigador UBACyT.
Miembro fundador de la Asociación de Acompañantes Terapéuticos de la República Argentina, ha participado activamente desde 1994 en la organización de los sucesivos congresos nacionales e internacionales sobre esta especialidad.
Autor y compilador de los libros: Investigar la subjetividad (2007); Eficacia Clínica del Acompañamiento Terapéutico (2002); Investigación Psicoanálisis: de Sherlock Holmes, Dupin y Peirce, a la experiencia freudiana, Buenos Aires (2000); Acompañamiento Terapéutico, (1997); Hacia una articulación de la clínica y la teoría, publicación del Primer Congreso Nacional de Acompañamiento Terapéutico (1995); Acompañamiento Terapéutico, Aproximaciones a su conceptualización. Presentación de material clínico (1994), y otros numerosos artículos y publicaciones sobre el tema.





[1] Artículo publicado en AAVV Acompañamiento Terapéutico en España, Madrid, Editorial Grupo 5, 2012 (Compilador: Alejandro Chévez Mandelstein). Presentado en el Primer Congreso Español de Acompañamiento Terapéutico, Madrid, octubre de 2012.





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